El Colapso Planeado: ¿está Estados Unidos rediseñando su propio declive?

Estados Unidos atraviesa un punto de inflexión en la base de su arquitectura económica y financiera. La inflación persiste, el dólar se debilita, y el modelo de globalización da señales de agotamiento

En 2025, Estados Unidos atraviesa un punto de inflexión. No sólo en términos de su vida política o diplomacia, sino en la base de su arquitectura económica y financiera. La fuerza que sostuvo por décadas su poder global —la estabilidad del dólar, la apertura comercial, y la supremacía tecnológica e industrial— se está fracturando. Los déficits gemelos (fiscal y comercial) han alcanzado niveles históricos y muy preocupantes. La inflación persiste, el dólar se debilita, y el modelo de globalización sin controles que rigió desde los años 90 da señales de agotamiento.

Y justo cuando el sistema comienza a resquebrajarse, Donald Trump regresó a la Casa Blanca, ya no como un disruptor marginal, sino como un presidente que enfrenta directamente los desequilibrios estructurales acumulados durante décadas. Sus métodos —abruptos, polémicos e impredecibles— pueden incomodar, pero han obligado a Estados Unidos y al mundo a mirar sin filtros una realidad que por años fue convenientemente ignorada. Una realidad que sólo unos cuantos analistas —frecuentemente tachados de alarmistas o «apologistas del declive»— nos atrevíamos a señalar desde blogs y medios alternativos.

Cabe señalar que este editorial está construido a partir de los argumentos más relevantes presentados en dos textos recientes: “Trump Confronts Economic And Geopolitical Reality”, de Edward Ring (American Greatness), y “The U.S. Dollar Is Crashing, And Our Reserve Currency Status Is In Serious Jeopardy – Is This Being Done By Design?”, de Michael Snyder (ZeroHedge). A partir de estas ideas —y con una lectura crítica desde la perspectiva mexicana—, se plantea el análisis que sigue.

El espejismo de la ventaja comparativa

Desde los años 80, la economía mundial ha seguido un dogma repetido hasta el cansancio en salones de clase y tratados económicos: el de la ventaja comparativa formulado por el economista David Ricardo. Según esta lógica, cada país debe especializarse en lo que produce de manera más eficiente y luego intercambiar con otros lo que no produce. Es la clásica imagen de Escocia exportando lana y Francia exportando vino. Todos ganan, todos prosperan.

Pero el mundo real es más complejo. Lo que en el papel suena a armonía internacional, en la práctica ha producido desigualdad, desindustrialización y dependencia. Países en desarrollo han sacrificado su soberanía alimentaria para sembrar cultivos de exportación —como café o cacao— controlados por multinacionales que repatrian utilidades y pagan salarios mínimos. Pero lo mismo también aplica para industrias más complejas como farmacéutica, microchips, acero, maquinaria pesada. La narrativa liberal oculta una asimetría fundamental: unos diseñan las reglas, otros apenas sobreviven bajo ellas.

Estados Unidos no ha estado exento. En aras de una eficiencia económica medida en precios bajos al consumidor, se sacrificó una parte central de su estructura productiva. Las fábricas cerraron, los empleos industriales migraron a Asia, y regiones enteras —como la de los estados del denominado cinturón del óxido— quedaron devastadas. A cambio, se consolidó un sector financiero y tecnológico ultraconcentrado, y se inundó al país de bienes baratos que compensaban con consumo el vacío dejado por la producción.

Y México, como economía abierta y altamente dependiente de su sector manufacturero, tampoco salió ileso. La irrupción de China en el comercio global provocó una desindustrialización silenciosa pero devastadora. Sectores como el calzado, el textil, el vestido y el juguete fueron brutalmente golpeados por una competencia desleal, basada en subsidios ocultos, sobreproducción y prácticas comerciales agresivas. Los gobiernos mexicanos, tanto de izquierda como de derecha, optaron por privilegiar la entrada de productos importados baratos en nombre del “beneficio al consumidor”, aun cuando esto significó condenar a millones de trabajadores mexicanos a salarios bajos, informalidad y precariedad. El costo social ha sido enorme, pero invisibilizado.

El costo de tener consumidores contentos con precios bajos fue desindustrializar al país

El costo para EE.UU. de vivir endeudados

Este modelo, sin embargo, tenía un truco: el consumo estadounidense estaba financiado por deuda. Para importar más de lo que exportaba, el país necesitaba inyectar dólares al mundo. Lo hacía a través de déficits comerciales, que luego se equilibraban mediante la venta de activos a extranjeros: bonos del Tesoro, acciones, bienes raíces. A esto se le conoce técnicamente como equilibrar la balanza de pagos de manera que un déficit de cuenta corriente se financia con un superávit en la cuenta de capital:  si importas más, alguien más tiene que comprar tus activos.

El resultado: burbujas de activos, casas cada vez más caras, salarios estancados y una creciente propiedad extranjera de sectores clave. Mientras tanto, el gobierno federal estadounidense, con presupuestos deficitarios casi constantes desde los 70, financiaba su expansión con deuda pública. En 2019, el déficit fiscal fue de 900 mil millones de dólares. En 2025, será de 1.9 billones. La deuda nacional ha subido de 22 a 35 billones de dólares en apenas seis años. El pago anual de intereses ya supera 1.1 billones, y podría llegar pronto a 1.5 billones si las tasas de interés se mantienen elevadas.

¿Hasta cuándo puede durar esta dinámica? ¿Qué pasará cuando los inversionistas —extranjeros y nacionales— dejen de confiar en que Estados Unidos puede pagar su deuda o mantener estable su moneda?

El despertar geopolítico: China como amenaza estratégica

La guerra comercial no es nueva, pero ahora ha escalado de manera frontal a niveles inimaginables. Trump ha puesto el foco donde muchos gobiernos se negaron a mirar: en la relación desequilibrada con China, como en el caso de México que registra déficits comerciales crónicos con el gigante asiático, el cual llegó a más de 110 mil millones de dólares en 2024. Este desequilibrio es producto de que los chinos nos compran apenas 10 mil millones de dólares anuales, mientras que nosotros les compramos más de 120 mil millones de dólares (este dato está claramente subestimado, dado que muchas de las mercancías chinas entran a México en condiciones de subvaluación).  

El mundo lleva décadas tolerando prácticas comerciales abusivas por parte de China: subsidios encubiertos, robo sistemático de propiedad intelectual, manipulación monetaria y barreras no arancelarias. Todo esto mientras se permite el ingreso masivo de productos chinos a Estados Unidos y al mundo, a la par de que se financia el crecimiento industrial del gigante asiático con compras globales de sus manufacturas.

En 2024, el déficit comercial de Estados Unidos con China fue de más de 300 mil millones de dólares. Es decir, China vende a Estados Unidos mucho más de lo que le compra, y con ese superávit compra activos estratégicos, bonos del Tesoro o financia su expansión tecnológica y militar. En palabras del inversionista Kevin O’Leary: “China no respeta reglas. Roba tecnología, abusa del sistema, y nadie le ha puesto un alto… hasta ahora.”

Por eso, Trump ha reactivado los aranceles como herramienta de presión económica. Y aunque genera volatilidad e incomodidad, su objetivo es claro: forzar un reordenamiento del comercio global. En su visión, si no se hace ahora, dentro de una década será demasiado tarde para que Estados Unidos recupere su ventaja.

El dólar en la cuerda floja

Pero el frente más alarmante no está en los contenedores que cruzan el Pacífico, sino en los mercados financieros. El dólar se ha desplomado 9% en los últimos tres meses, y tocó niveles no vistos en tres años frente a las principales divisas. El franco suizo alcanzó su punto más fuerte en 14 años, y el euro y el yen también se han fortalecido. Peor aún, el índice ICE del dólar cayó a mínimos históricos mientras el oro superó los 3,300 dólares por onza.

Esto ya no es un ajuste. Es una señal de fuga. En la crisis de 2008, los inversionistas corrían a comprar bonos del Tesoro. Hoy, los están vendiendo. El rendimiento del bono a 10 años subió de 4% a 4.5% en una semana, reflejando la desconfianza global por los activos estadounidenses. ¿La razón? La inestabilidad provocada por los nuevos aranceles, la incertidumbre sobre la política monetaria y la creciente percepción de que el dólar ya no es refugio seguro.

El papel del dólar como moneda de reserva mundial está en entredicho. Su participación en las reservas internacionales ha caído desde los 90s, y podría seguir disminuyendo si continúa la erosión de confianza. Y si eso ocurre, el impacto sobre la economía estadounidense sería enorme: el costo de financiamiento se dispararía, las importaciones se encarecerían y el nivel de vida de millones se deterioraría.

¿Todo esto es un plan diseñado por la mente maestra de Donald Trump?

Cuando una crisis se gesta durante décadas, la pregunta no es solo por qué ocurre, sino a quién le conviene y si es parte de una estrategia más amplia. Y eso es precisamente lo que empieza a emerger como uno de los debates más intensos en círculos económicos y geopolíticos: ¿la devaluación del dólar es un accidente provocado por malas decisiones… o es una decisión deliberada impulsada desde el más alto nivel?

Stephen Miran, presidente del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, ha sugerido que un dólar más débil podría ser el catalizador para reequilibrar el comercio exterior, reactivar la industria nacional y reducir la dependencia del consumo financiado por deuda. En sus propias palabras, el “descontento profundo con el orden económico actual está enraizado en la sobrevaloración del dólar y en condiciones comerciales asimétricas”.

Desde esta óptica, un dólar fuerte no es símbolo de estabilidad, sino de distorsión. Hace menos competitivas las exportaciones estadounidenses, encarece el trabajo nacional y, al mismo tiempo, abarata las importaciones, facilitando la desindustrialización. Bajo este argumento, permitir —o incluso promover— una devaluación del dólar sería parte de una estrategia para corregir los desequilibrios más profundos del modelo económico estadounidense.

Pero esta “corrección” no es inofensiva. Tiene consecuencias directas sobre el nivel de vida de millones de personas en Estados Unidos. Un dólar más débil significa una pérdida inmediata del poder adquisitivo, inflación en productos importados —como medicamentos, ropa, tecnología o alimentos— y una presión enorme sobre los hogares más pobres. La clase media, ya debilitada por décadas de estancamiento salarial, también se vería arrastrada.

Más aún, si el debilitamiento del dólar deriva en la pérdida de su estatus como moneda de reserva internacional, el impacto sería histórico. Estados Unidos perdería su capacidad casi ilimitada de financiar déficits con deuda barata. Los intereses subirían aún más, el capital huiría hacia otras divisas, y el costo de importar bienes esenciales se volvería prohibitivo. Es decir, lo que hoy parece un simple ajuste cambiario podría convertirse en una transición sistémica con consecuencias geopolíticas monumentales.

En este sentido, cabe preguntarse si el propio gobierno de Estados Unidos —o al menos ciertos sectores de él— está dispuesto a sacrificar temporalmente el nivel de vida interno para provocar un reordenamiento profundo del sistema económico global. Algunos lo interpretan como una estrategia de “sacrificio controlado”, una forma de desactivar una bomba antes de que explote sola y con más fuerza.

Pero hay otra interpretación, más inquietante: que el debilitamiento del dólar sea parte de un rediseño del orden internacional más allá del control estadounidense. Las potencias emergentes llevan años buscando mecanismos para reducir su exposición al dólar: desde acuerdos bilaterales en monedas locales hasta el impulso de divisas digitales soberanas. La caída de la confianza en el dólar no solo se alimenta de decisiones internas, sino también de un entorno geopolítico que ya no acepta unipolaridad monetaria.

En ese contexto, la aparente pasividad —o incluso complacencia— de Washington frente al declive del dólar puede leerse no como error, sino como una aceptación implícita del fin de una era. ¿Será este el costo que están dispuestos a pagar para frenar a China, reducir su déficit y reconstruir su base industrial? ¿O se trata, más bien, de una señal de que el control sobre el sistema global se les está escapando de las manos?

Conclusión: entre el caos y la oportunidad

Estados Unidos está entrando en territorio desconocido. Por un lado, enfrenta una tormenta perfecta: déficit fiscal récord, una moneda en declive, pérdida de credibilidad internacional, y una dependencia preocupante con países que no comparten sus valores. Por otro lado, la disrupción trumpista ofrece una oportunidad —riesgosa pero tal vez necesaria— para replantear la lógica de un sistema que ya no funciona.

Trump no es un economista clásico. No busca suavizar las transiciones. Su apuesta es de alto riesgo: interrumpir el ciclo del endeudamiento, reactivar la industria, frenar a China y rediseñar el comercio global… todo al mismo tiempo. Puede fallar. O puede, paradójicamente, evitar un colapso aún mayor en el mediano plazo.

La pregunta ya no es si el modelo actual puede sostenerse. Como dijo el economista Herbert Stein: “Si algo no puede continuar para siempre, se detendrá.” La verdadera pregunta es si Estados Unidos logrará detenerse a tiempo y rediseñar su destino… o si el sistema caerá por su propio peso antes de que alguien logre tomar el control del timón.

Son tiempos de mucha incertidumbre y con una suscripción al Servicio Informativo de GAEAP podemos mantenerte informado.

Alejandro Gómez Tamez*

Director General GAEAP*

alejandro@gaeap.com

Suscríbete GRATIS a mi newsletter en Substack: https://economex.substack.com/

Sígueme en X: https://x.com/alejandrogomezt