En un artículo de Robert E. Kelly, publicado el 10 de abril en el sitio de noticias nationalinterest.org, se presenta un interesante análisis respecto a las verdaderas motivaciones del presidente estadounidense Donald Trump, respecto a la guerra comercial que sostiene contra China y reflexiona respecto a cómo podría hacer un mucho mejor trabajo al venderle a la población estadounidense la necesidad de que Washington confronte a Pekín.
La guerra comercial con China del presidente Trump es claramente controversial. Va en contra de los principios estadounidenses de apertura al comercio internacional. Viola las reglas del libre comercio, un precepto básico del capitalismo de mercado y una de las pocas áreas en las que la profesión de economía es prácticamente monolítica respecto a sus recomendaciones de política pública. Y con certeza, una prolongada guerra comercial con la segunda mayor economía del mundo tendrá impactos económicos importantes para todo el mundo, en especial para las dos naciones en disputa. Se dicde que los aranceles de Trump pueden salvar empleos en un sector, pero sólo a costa de perder otros empleos en otros sectores en la medida en que ocurre desviación del comercio y se presentan ineficiencias y disrupciones.
Pero hay una lógica estratégica para la reducción del comercio entre Estados Unidos y China, y es la creciente competencia política y militar con China, especialmente en el este de Asia. Curiosamente, Trump casi nunca utiliza este argumento. Trump se ha referido asimismo como el “hombre aranceles”, y frecuentemente hace comentarios proteccionistas y mercantilistas respecto de sus políticas comerciales. Esto termina por ocasionar resultados absurdos, tales como el que la Casa Blanca asevere que las importaciones de productos canadienses o de los países miembros de la OTAN constituyen un riesgo para la seguridad nacional de los Estados Unidos.
Al enfatizar el proteccionismo como argumento o su motivación respecto a sus acciones contra China, Trump creó una oposición innecesaria. Las elites estadounidenses generalmente aceptan la teoría de la ventaja comparativa como fundamento económico bien establecido desde hace dos siglos. Los propios miembros del Partido Republicano de Trump también han defendido el libre comercio como la forma para asegurar una competencia continua que mantenga el capitalismo de los Estados Unidos vibrante y abierto a nuevos mercados externos para las exportaciones estadounidenses. De manera absurda, Trump se ha instalado en posiciones contrarias a las de un profundo consenso intelectual en Washington (excepto por los miembros más tradicionalistas del Partido Demócrata) y de esta manera creó más oposición a sus políticas de la que era necesario.
En lugar de defender el antagonismo comercial de China como una dudosa iniciativa proteccionista, lo más lógico sería cambiar el discurso de Trump y la casa Blanca a que el comerciar con Pekín significa cada vez más comerciar con el enemigo. Por lo tanto, la economía debe estar sometida a la política, y los estadounidenses deben sacrificar algunos de los beneficios del comercio con China (bienes baratos, capital barato) a cambio del beneficio mayor que implica frenar el incremento de la hegemonía china en Asia, y frenar a la superpotencia que cada vez compite más directamente con los Estados Unidos.
La comunidad de seguridad nacional de los Estados Unidos ha estado preocupada desde hace mucho tiempo respecto al surgimiento de China. Después del colapso de la Unión Soviética, el único posible competidor para los Estados Unidos en el horizonte ha sido China. Otros poderes de tamaño continental como la Unión Europea, Brasil o India son democráticos, mientras que Rusia perdió dos capas de imperio en el colapso Soviético y ha sido muy reducida en poder.
El Partido Comunista Chino sobrevivió el colapso del comunismo de Europa del Este adoptando duras medidas, la más obvia fue la represión de los estudiantes que protestaban en la Plaza de Tianmen en 1989. Esta persistencia, acompañada de la transición hacía una economía de mercado y moderna, significó el posible surgimiento de un súper poder rico y autoritario. Esto podría ser peligroso y las analogías con la Alemania Wilhelmine y la Primera Guerra Mundial son comunes.
En la década de los noventas, sin embargo, esto todavía parecía lejano. En aquel tiempo la comunidad de seguridad nacional podría ser objetada por buscar un nuevo enemigo ahora que los Sovieticos habían dejado de ser una amenaza, o podría ser acusada de ser histérica respecto a China en un momento de unipolaridad sin precedentes. Presionando en contra de los duros contra China estaba la comunidad empresarial, la cual soñaba con entrar en el enorme mercado interno chino, como ha sido desde la Política de Puerta Abierta (Open Door Policy). Más aun, este bloque de “cámara de comercio” derrotó a los duros y a quienes se quejaban de las condiciones laborales chinas en los noventas. Fue así que los Estados Unidos le brindaron trato de Nación Más Favorecida (NMF) a China con el presidente Bill Clinton, y Washington apoyó la entrada de China la Organización Mundial del Comercio (OMC) en el año 2000.
Clinton capturó bien la lógica estratégica de esto al llamarlo “modernización por sigilio”. El jalar a China a la economía global la liberalizaría abriéndola en lo político y en lo social. Una China más rica estaría menos interesada en la competencia y el nacionalismo, y más interesada en lo material y en los avances de la calidad de vida. El tigre estaría saciado y se comportaría mejor.
Esta era una apuesta razonable en aquel entonces. La modernización y la riqueza han calmado a otros Estados, y esto se puede ver en Europa, Latinoamérica y las democracias del Este de Asia, y era una esperanza razonable el que China siguiera la misma ruta.
Pero en 2019, es justo decir que esta esperanza no ha funcionado y el tema no ha sido completamente decidido. Los Estados Unidos y China no están en una situación de guerra fría abierta, pero se dirigen en esa dirección. El conflicto en el Mar del Sur de China gradualmente emerge como uno de los lugares de mayor riesgo en el mundo. China no es mejor en otros temas delicados como Corea del Norte, Taiwán, o en los derechos humanos internos de lo que era en la década de los noventas. No hace mucho esfuerzo en temas ambientales a pesar de ser el contaminador más grande del mundo. Además, Pekín regala dinero en el Sureste de Asia para mermar la Asociación de Naciones del Sudeste de Asia y promueve sus reclamos territoriales en el Mar del Sur de China. Más aun, China coquetea con la dictadura del presidente Ruso Vladimir Putin. China ha instituido en lo interno un Estado vigilante orwelliano que utiliza miles de cámaras y una descarada vigilancia política y social. Finalmente, el presidente chino Xi Jinping ha (aparentemente) echado por la borda el sistema de rotación del liderazgo del poder post-Mao y se ha instalado como el dirigente permanente.
En pocas palabras: la modernización no ha apaciguado al tigre; si acaso, lo ha alimentado. En lugar de enfrentar un estado autoritario pobre como en 1990, Washington ahora enfrenta a uno rico. Y la comunidad empresarial de Estados Unidos ha lentamente probado las amarguras de China durante décadas a la vista de su regulación politizada y xenofóbica, imparables robos de propiedad intelectual, violación de patentes y derechos de propiedad intelectual, transferencias de tecnología forzosas, subsidios y protección para empresas chinas, espionaje corporativo, entre otros.
Ahora vemos que la discusión de políticas respecto a China en los Estados Unidos se mueve hacía la derecha. La coalición de negocios que mantenía a raya a los duros contra China y a los militares estadounidenses hace 25 años ahora es ambivalente; mientras que el grupo de los duros de la coalición de la “Amenaza China” con sede en Washington, está creciendo.
Ahora se puede decir que existe un argumento estratégico para la guerra comercial contra China, y es el que se debe disminuir el crecimiento de China aunque esto ocasione la desaceleración de los Estados Unidos, ya que esto sirve el propósito de la seguridad nacional, y por lo tanto debe ser considerado. El profesor Robert E. Kelly no cree que los Estados Unidos y China estén en una situación como la guerra fría en este momento. Sostiene que aún queda espacio para maniobrar, particularmente si Xi renunciara al cargo (algo muy improbable), así como lo hicieron sus predecesores después de 10 años en el poder. Sin embargo, el caso para debilitar el crecimiento de China para dificultarle su consolidación como potencia mundial ahora es más claro que nunca. Trump podría unir una coalición bastante grande y amplia si mejor utilizara este mensaje.
Alejandro Gómez Tamez*
Director General GAEAP*
alejandro@gaeap.com
En Twitter: @alejandrogomezt